Hace algunos domingos, mi esposa y yo decidimos salir de la ciudad. Queríamos salir los tres, es decir, con nuestra hija. Solo los tres. De hecho, fue nuestra primera salida solos. Lo hemos hecho en otras ocasiones pero a encontrarnos con familiares o amigos. Esta vez no fue así. Fue algo íntimo, íntimo de tres, íntimo a pesar de la gente que nos rodeaba o miraba.
Nuestro destino fue El Hatillo, un pueblo que mantiene su arquitectura, con una pequeña plaza que es punto de encuentro para niños, adultos y abuelitos. Tras estacionar el carro, nos recibió un sol abrasador que inquietó un poco a Valerie, de apenas cinco meses, pues aún no aguanta recibir un ápice luz solar en su blanco rostro. A pesar de lo fuerte del sol, se sentía una brisa friíta que apaciguaba el caminar de los tres. Valerie, en su coche, se sentía entre el calor y el frío por primera vez.
Fuimos directamente a comer. El hambre ya había llegado a la cabeza y, cuando eso ocurre, hay que correr. Ya en el restaurante, Valerie se sentía, intuyo yo, impresionada por todo: los colores, los espejos, la gente. Además, pasamos de un cielo abierto con un sol encendido a un sitio cerrado con luz artificial. Eso también la debió haber sorprendido un poco.
Luego paseamos por un centro comercial muy cercano a la zona. La cara de Valerie no cambiaba. Levantaba su cabeza y su mirada, quería ver todo al mismo tiempo. Para ella era otro mundo más allá de las paredes que la rodean la mayor parte de su día. A cada paso iba despertando su curiosidad.
Ya luego en la plaza, jamás la inquietó el ruido de los niños ni la música que tocaban tres jóvenes a cambio de un billete cualquiera. Para ella fue una fiesta de nuevos colores y de una brisa fría que le ventilaba su cabello liso. Lástima que no pudo disfrutar de unas sabrosas fresas con crema que sí comimos su mamá y yo.