He ido cuatro veces a la embajada americana en Caracas: tres por visa y una por trabajo. La primera vez en 1999 y la más reciente hace pocos días. Desde el 99 la entrada no ha cambiado: los mismos asientos de cemento, un pequeño quiosco para los que olvidaron las fotos y otro pequeño local para los que quieran matar la ansiedad comiendo.
Vamos a estar claros, pedir o renovar la visa americana genera respeto y temor. Desde que estás llenando la planilla DS-160 te sientes vigilado. Revisas cien veces los datos que colocas, y hasta dudas si escribiste bien tu nombre. Lees más de cinco veces la pregunta, peor cuando es larga. La última parte, que ya sabes que debes marcar todo NO, igual la lees varias veces.
El día de mi cita llegué una hora antes. Me tocó hacer una cola afuera de la embajada. Subo y subo y llego donde me toca. Detrás de mi había una muchacha que no estaba en la cola. No tenía ni tres minutos parado, cuando veo subiendo un Polibaruta y veo que se acerca cada vez más y se para casi frente a mí.
– Policía: Buenos días, señorita. Me acaban de informar que alguien de sus características ha estado tomándole fotos a la embajada…
– Muchacha imprudente: sí, sí, fui yo… (con voz quebrada)
– Policía: tengo que tomar sus datos, preguntarle por qué estaba tomando fotos y ver que borre las fotos de su celular.
Ahí mismo comenzaron a llamar y no pude presenciar el desenlace del penoso episodio.
Ya adentro pero bajo el sol, dos muchachos se turnan para dar una charla de bienvenida. La bienvenida, básicamente, son las indicaciones para poder entrar a la embajada. Las carpetas negras no entran; la mía era blanca pero tuve que quitarle la liguita. Y, obviamente, la gente comienza a preguntar lo mismo varias veces. Y también se escuchan los clásicos comentarios: «compadre, ya aquí estamos en otro país, hay que comportarse y seguir las instrucciones». Muchos comienzan a sudar desde ese instante.
También están los grupos familiares, en los que casi siempre lleva la batuta uno de los hijos. «No, mamá, nosotros no pasamos en este grupo porque a nosotros nos tocó mandar un correo a Caracas Legacy y nos llamarán luego»; «y por qué a Caracas Legacy?», pregunta la madre; «porque sí, mamá, eso me dijeron», «pero a Caracas Legacy?», insiste la señora; «coño, mamá, no sé, ese es el correo que me dieron, qué importa, se llama así, Caracas Legacy y punto», gritó la hija. Yo estaba en ese famoso grupo de los correos a Caracas Legacy.
Luego de estar parados como una media hora escuchando a los dos jóvenes, comienza la revisión de documentos, al menos ya bajo la sombra. La gente ve y habla con respeto a los de seguridad, que son venezolanos. Entonces pensé: sí, este pedazo de Caracas parece otro país.
Yo, debo decirlo, estaba tranquilo y confiado. Siempre creí que debían ser generosos conmigo, luego de viajar por quince años a los EEUU y caer en las garras del consumismo en cada viaje, antes y después de CADIVI. Y así fue, menos de dos minutos en la taquilla respondiendo tres o cuatro preguntas hasta escuchar lo que todos quieren escuchar: «su visa fue aprobada, puede pasar por DHL».
Ya al salir, frente a la embajada, soy testigo de otra escena igual o peor que la que vi al llegar. Un señor sale enfurecido, y mientras se monta en un moto, grita y escupe: «saben cuando voy a volver a esta embajada, cuando la rana eche pelos. Hay algo que se llama pasaporte europeo y entro a los Estados Unidos cuando me dé la gana». Un taxista que tenía a mi lado no se aguantó y lo llamó por su nombre: «entonces para qué vienes, huevón. Bolsa».