El sujeto le pidió el celular a la chica y, mientras ésta lo buscaba, él la cacheteaba. Entre lágrimas y desesperación, halló el aparato. Las cachetadas no paraban.
– No quiero que me veas.
– Tranquilo, yo no te voy a denunciar. Dios hará justicia-, decretó la humillada joven.
Horas más tarde, el delincuente apareció muerto, prácticamente partido en dos, a cuatro cuadras de donde había robado aquel celular. El malandro se había robado la moto de un policía con un compiche y perdió el control frente a la farmacia Saas de la zona e impactó con la pared de una casa. Por como quedó, iba a la velocidad de un tren bala.
Eso me lo contó Ligia, la señora que plancha en mi casa. Siempre la busco a orillas de la humilde zona donde vive. Desconozco cuánto camina de su casa al lugar donde siempre nos encontramos. Pero siempre me ha dicho: es mejor aquí, porque allá adentro es muy peligroso.
Continúa el relato.
En enero, el 31 para ser exactos, me dice, salió a comprar un cuarto de kilo de café y una harina pan. Se escucharon unos tiros; ella no los oyó. Solo escuchó los gritos de sus vecinas para que se moviera y llegara a su casa pronto. Al correr, le pasó por al lado un taxi que sabía no era de la zona. La rozó. Pasó volando, como huyendo del sitio. Minutos después, descubrieron el cuerpo de una ingeniera lleno de balas. Cinco meses después, apareció en la prensa que capturaron al homicida.
Le digo sorprendido a la señora Ligia, con ganas de escuchar más cuentos, que seguramente debe recordar más historias de esas. Me dice que sí y me cuenta algo que no le pasó a la vecina, ni a una desconocida, sino a ella.
Le tocaba recibir un bolso de 7 mil bolívares. Se lo dan y los guarda en su cartera. Cruza la calle y entra a la casa donde trabajaría ese día. Como a las 4 horas, sale de allí rumbo a su hogar. Se le acercan dos tipos y le quitan la cartera. Ella reconoció a uno de ellos. Va rápidamente a una estación policial y pide ayuda. Los policías alcanzan a los sujetos y le quitan la cartera. Van al encuentro de la señora Ligia y se la entregan. Eso fue en noviembre.
En diciembre, el 31, los vecinos se buscan para darse el abrazo de año nuevo. La señora Ligia sale de su casa y ve que se acerca uno de los que la robó a darle el feliz año. Ella, sin miedo, le dijo:
– Yo te denuncié. Sé que fuiste uno de los que me robó. Por favor, déjame vivir a mi y todos nosotros, porque ya tu vida está perdida. No le robes a tu gente, ni a nadie.
– Yo no te robé, al final el que te robó fue el policía, que fue el que se quedó con los siete mil bolívares-, le dijo tranquilamente el sinvergüenza.
Ya estábamos cerca de mi casa pero había tiempo para un cuento más. Lo que me sorprendió fue que antes de comenzar a contarlo, comenzó a reírse. Resulta que cerca de su casa, a dos familias se les ocurrió montar un puesto de hamburguesas callejeras. Eso fue la semana pasada, me dijo. En la disputa por la clientela, se comenzaron a insultar de carrito a carrito hasta que no aguantaron más y prefirieron resolver eso a golpes. Pero fue una coñaza impresionante, me decía. Con la risa dominando su hablar, alcanzó a decir: usted los hubiese visto, señor, todos los clientes soltaron su comida; hubo uno que ni chance tuvo de meterle el primer mordisco a la hamburguesa. Quedaron en el piso unos cuantos heridos.
Ya luego más seria y con un tono triste, alcanzó a decir: Esto se perdió, ya no es lo de antes. Y de pronto, cambió la conversación de manera abrupta:
– Ya veo que a usted le gusta los Beatles. A mi también.
Y se bajó.