Convivo con 30 millones de William Foster, aquel genial papel que hizo Michael Douglas en la película «Un día de furia», por allá por los años 90. Digo que convivo porque Venezuela está repleta de Fosters que caminan iracundos y de mal genio, que contienen su rabia o arrechera -llámala como quieras- y que, en la mayoría de los casos, no saben como canalizarla. Y no es para menos.
No nos hagamos los locos. Nos pasa a todos. Todos estamos dispuestos a formar un peo donde sea, todo por hacernos respetar. Coño, un poquito de dignidad no le hace daño a nadie. Pasa también que cada quien canaliza esa rabia a su manera: unos se callan, otros gritan, algunos ofrecen coñazos de una, otros se hacen los locos. Y así.
Hoy llegué al estacionamiento a buscar mi carro. El dueño del lugar es chavista. Nunca hemos hablado de política pero sabe que soy opositor; siempre entro restregándole El Nacional por la cara, mientras el lee su basura oficialista del Vea. Es un tipo amable y siempre se dirige a mi con respeto. Hoy, mientras calentaba el carro, se me acerco y me dijo: «¿Cómo le va? Oiga, me da mucha pena decirle esto, pero voy a aumentarle el alquiler. La cosa está muy dura, todo está muy caro». Yo metí el dedo en la herida y le dije que claro, que todo estaba muy duro y que lo duro era para todos, no solo para un sector. Hace pocos meses me lo había subido de 600 a 1000 bolívares. Me dijo «vamos a redondearlo en 1500». Ok, tranquilo, le dije. Mientras calentaba el carro pensaba que seguramente la mensualidad se le irá comprando velas cada vez que se va la luz. Sí, la cosa está dura, pero todo se puede con patria, me provocó decirle. Pero a veces es mejor callar, más en esos casos, pues luego dónde duerme mi carro. La primera arrechera del día. Temprano. Así son los buenos días aquí.
Salgo con mi carro y me encuentro el primer semáforo, el de siempre, el que llevo viendo cinco años. Pocas veces se hace cola allí, a menos que algún tarado no respete la luz y se quede en la mitad bloqueando el paso. Y fue así. Entonces al pasar a su lado, bajo el vidrio y le digo decentemente: «amigo, si echas un poco hacia atrás, toda la cuadra de carros que está detrás de mi podrá pasar y se descongestiona todo». Bueno, su brillante respuesta fue: «cállate, mamagüevo». Me le quede mirando dos segundos y rápido pensé que no podía discutir con alguien que da una respuesta así. No dudo que era lo máximo que tenía, que de ahí no podía pasar aquel sujeto. Su cerebro no da para mucho. Lástima. Segunda arrechera. Temprano también.
Uno sale de casa tranquilo, sabe a lo que se va enfrentar en la calle, pero uno quiere que transcurra el día sin novedad alguna. Pero eso con los motorizados es imposible. Un Policía Nacional golpea mi retrovisor y sigue, las disculpas siempre se las ahorran. Si ni hablar saben, mucho menos sabrán pedir disculpas. Cada vez que veo un motorizado me imagino en un carrito chocón como los que manejaba cuando era niño en El Tolón -cuando eso era un parque de diversiones-, chocándolos a todos. Primero volarles el retrovisor, luego, desaparecerlos. Tercera arrechera, con unos 35 grados centigrados sobre mi cabeza.
Llego al mediodía a mi casa. Estaciono mi carro en la calle porque voy a volver a salir. Me bajo. El vigilante del restaurante chino me pregunta de mala forma:
-¿Hasta cuándo vas a estar aquí?-
-¿Por qué?- le pregunto yo, también de mala forma.
-Mira, yo no me hago responsable de lo que le pase a ese carro-, dice en tono amenazante.
-Es que yo no te estoy pidiendo que te hagas responsable. Yo dejo siempre mi carro aquí y tú lo sabes- le replico.
-No sé, yo no te conozco- dice levantando los brazos.
-Bueno, tranquilo, que a ese carro no le puede pasar nada ahí- culminó la discusión.
El tipo siempre anda molesto porque yo nunca le doy propina, pero él al final es el vigilante no el cuida carros de la cuadra. Además, yo siempre me estaciono ahí y él jamás se ha acercado a decirme «te lo cuido, mi pana». Nada. Es un chavista alzado. Que le pida a Maduro. Subo a mi casa y le cuento a mi esposa y me dice que mejor mueva el carro. Le digo que no, que uno no puede ceder siempre ante ese tipo de personas que se creen dueños de la calle, que se las dan de vivos. No podemos dejarnos intimidar por esos que solo alzan su voz para ver quién cae. Pobre loco. Cuarta arrechera, a la hora del almuerzo.
Culminando la tarde se va la luz en mi casa. Estaba trabajando en la computadora con muchas ventanas abiertas y adiós. A abrir los balcones y a prender las linternas. Me distraigo jugando con mi hija en el balcón. Ella señala la luna y las estrellas, me dice que la luna parece una empanada; yo recuerdo a los chavistas y tarados con los que me cruce en el día. Quinta arrechera, bañado en sudor.
Bajo a guardar mi carro con linterna en mano. Me consigo con un vecino y le veo en la cara una risa que está entre la incredulidad y lo psicópata, desesperado por contar algo, por decirle a alguien que el cartón de huevos había subido a 1040 bolívares. Ese alguien fui yo. El hombre se desahogó. Respiró. Él no lo podía creer. Subió rápido, con medio cartón de huevos, a contárselo a su esposa supongo.
Voy a guardar mi carro. Entro al estacionamiento. Veo al dueño con su esposa echándose aire afuera de su casa, porque ellos viven ahí. Me río, no sé por qué pero me rió solo mientras estaciono. «¿Tres horas sin luz, no? Bueno, así estamos», alcanzo a decirle mientras cierro el portón.
Siempre he pensado en esa película, de pana que todo el mundo anda así siempre, y a veces esa es mi excusa para yo no reventar a coñazos a alguien, o es mi razonamiento para tratar de entender las respuestas de las personas… Pero así se muere la gente, en una arrechera de esas. Y nuestro consuelo siempre será: al menos tengo a dónde llegar, con quién compartir esas arrecheras, con quién sentarme a jugar, quién me haga olvidar… Nosotros, que tenemos ese consuelo, quizá podamos estirar nuestro día de furia, unas cuantas horas más…
Es exactamente así, tratar de estirarlo y seguir manteniendo el control de nuestros actos. Los días de furia continuarán, no lo dudo, pero de vez en cuando hay que estallar a solas para volver a empezar.