Oliver no quería un lugar en el cielo

La foto da asco. Da arrechera. Es absurda.

Oliver Sánchez pedía sus medicamentos ante la mirada indiferente de varios efectivos de la PNB. Ellas se ríen. Pensarían que era un niño más exigiendo cualquier cosa. No les interesaba. No les interesa nada. Eso fue en febrero. (Vean la foto aquí)

Oliver murió ayer. No aguantó sus últimos diez días en terapia intensiva. La falta de medicamentos lo mató. Cáncer.

Qué carajo importa hoy si ese angelito tiene un lugar asegurado en el cielo. No me jodan con eso. Su mamá, su papá, sus primos, sus tías, sus amigos, lo querían aquí, lo quieren de vuelta aquí. Si uno se siente triste por él, que quedará para sus seres queridos.

Oliver no quería un lugar en el cielo. Quería jugar. Quería aprender. Quería amar. Y supongo que, más adelante, querría enamorarse, querría ir a la universidad, querría vivir. Eso, vivir.

En esta foto lo pueden ver mejor. Tenía mirada de luchador, ¿no? Era tan noble que no solo pedía por su salud, sino que pedía «paz».

¡Qué indolencia tan arrecha la de este gobierno!

No eres el primero, Oliver, lo sé. Y cómo van las cosas, tampoco serás el último. Pero te hiciste famoso en aquella protesta y hoy estás en todas las redes sociales y un gentío te llora.

Yo no voy a decirte que te ganaste un lugar en el cielo. No. Yo agradezco tu lucha hasta el final, como debe ser. Gente con más edad se deprime por tonterías. Tú no. Tú luchaste hasta el final. Sé que tus padres también. Fue más de un año luchando con tu enfermedad y por conseguir tus medicamentos.

Qué abismo tan hondo el de este país. No terminamos de darnos el último coñazo. Qué va. Seguimos cayendo y cayendo. Una caída libre interminable.

Qué miserables son.

Adiós, Oliver.

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Cuando el que lava los carros es el dueño del negocio

El autolavado se llama «El Rapidito», y, de verdad, hace honor a su nombre. Hasta hoy. Llegué con mi esposa como a las 10:30am y salimos casi a las 12 del mediodía y solo habían dos carros antes del nuestro.

Dos muchachos que no deben llegar a los 25 años y un señor ya mayor se encargaban de lavar los carros. Mi esposa me dice: «creo que ese señor es el dueño». Lo observé y le ponía empeño. Además, es raro ver en un autolavado a alguien como él, la costumbre es ver a jóvenes con audífonos y hablando «malandreao». Eso es lo normal.

Me paro más cerca de mi carro y veo cómo lo lavan. El señor se acerca a darme las llaves. «Es que hoy me faltó mucho personal. Ayer fue lo mismo». Me imaginé, le digo. Y el desahogo normal de cualquier dueño de negocio pequeño, mediano o grande, se hizo presente: «les doy utilidades, les pago cesta tickets, tienen un sueldo, y faltan cuando les da la gana, y bueno, no los puedo botar, que sería lo más lógico». Lo interrumpo para preguntarle cuánto años tiene su negocio: «aquí llevo 30 años; yo tengo 60. Pero antes de este tenía otro en Caracas, en Boleíta». Su esposa, que es la que cobra y vende chucherías en la caja, le avisa que saldrá un momento. Él no le presta atención, la ve, la oye, pero no la escucha, quiere y desea continuar hablando, desahogándose. Eso es más importante en ese momento. Suda. Suda mucho. «Este es el único país en el que el dueño tiene que trabajar más que el empleado o que el dueño tiene que hacer el trabajo del empleado». Nunca antes su negocio había pasado por algo así, le pregunto animándolo a que me siga contando. «Jamás. Con Caldera esto estaba full y con el dólar a 4; con estos ladrones pasó los 100 y ni una buena carretera han hecho». Le doy más alas: supongo que ya menos gente lava carros aquí. «Pero ven acá: ¿en estos momentos tú prefieres comprar comida o lavar tu carro? Un kilo de pimentón casi dos mil bolívares, cuando eso estaba en cualquier nevera. Yo aquí sigo pagando luz, agua, alquiler. Ya en este país la gente se está limpiando el culo con periódico. Te lo digo con seriedad: un tipo que siempre pasa por aquí vendiendo frutas congeladas me lo dijo: jefe, me estoy limpiando el culo con papel periódico». Hizo una pausa como para recordar algo y soltó con dolor: «y hoy perdimos tres horas de trabajo porque se fue la luz, ayer también». Y mañana será lo mismo, la próxima semana también, y quién sabe hasta cuando.

Son casi las 12. Le digo al chamo que deje de secar el carro. Nos vamos. Valerie está por salir del colegio. «Ojalá compartan las propinas con el señor», le digo a mi esposa. Y nos fuimos.

 

Unas arepas en Aruba

Salí del hotel y comencé a caminar por Palm Beach. Eran casi las 11 de la noche. Me sentía raro. Cruce la calle. Sabía dónde quedaba el lugar. Mientras camino, me divierto con una pareja colombiana que iba detrás de mi. Ella le dice a él: «Tú juraste ante el altar estar conmigo hasta viejitos»; él respondió: «Bueno, no necesariamente es así». Yo me reía. Ellos también. Y ella insistía con ese acento sabroso que tienen las colombianas: «bueno, bueno, no sé, usted lo prometió en el altar». Como noté que se reían, supuse que era broma, porque no tiene sentido terminar una relación amorosa en plenas vacaciones, y menos en Aruba, coño. Conclusión: ella se siente protegida por el «altar».

Me separé de la pareja y disfruté la caminata sin distracciones. Metí un frenazo en la puerta del Starbucks pero era un abuso entrar porque apenas había terminado de cenar. Seguí caminando y llegué a un pequeño centro comercial llamado Paseo Herencia. Me fui directo al lugar.

Casi llegando, escuché el sonido característico de cuando lanzas algo a la plancha. Me acerco y era un buen trozo de queso que comenzaba a dorarse por los lados. Luego, una cantidad considerable de carne mechada aterriza al lado del quesito. El ruido se convierte en hambre. Casi todas las mesas con gente, unas siete si no recuerdo mal. El lugar es una especie de quiosco. Trabajan dos hombres: uno entra y sale para llevar los pedidos a la mesas y el otro cocina. Ambos son los dueños del lugar. Al que sale y entra me le acercó y me le presento. Le digo que soy periodista y tengo un portal web gastronómico y un programa en una radio web, y que me gustaría hacerles una entrevista. Listo. Cheo me dice que lo espere un momento.

Me siento en la barra. Observo el movimiento. Llega un venezolano y les grita: «Una llanerita ahí». Mientras tanto, hablo con Julio, socio de Cheo. «Aquí trabajamos de lunes a lunes, no hay descanso. No cerramos». Cheo interrumpe la conversa y le dice a Julio: «mira, la mesonera del restaurante de al lado, que le prepares la cachapa como tú sabes». Y de inmediato Julio suelta la mezcla en la plancha y se fusionan los olores de arepas y cachapa. Cheo saca de una nevera un pote con un líquido marrón claro. Lo sirve rápidamente en un vaso y me lo da: «tómate este papelón mientras esperas». Entonces llega una pareja gringa a pagar y comienza a preguntarle a Julio que cómo se hacen las arepas; que cuánto tiempo deben estar en la plancha cada lado de la arepa; que si se preparan con ese paquete amarillo que tienen en la mesa. Y todas esas preguntas con una sonrisa de oreja a oreja. Se fueron felices los gringos. Si no regresan, es porque aprendieron a cocinar arepas.

Cheo, graduado en turismo hotelero, me comenta: «eso siempre pasa, los extranjeros terminan averiguando cómo se hacen las arepas. Hace poco vinieron unos rusos y les encantaron, tanto así, que todas las noches que estuvieron aquí en Aruba vinieron». Él lleva 22 años en la isla, cinco años con «Cheo Corner» y tres de esos cinco en esa zona. Antes de hacer la entrevista pasé dos veces por ahí y las mesas siempre tenían comensales. «Aquí en el negocio no hay lujo, aquí lo que hay es calidad y servicio», resalta el criollo. Por ahora trabaja duro porque su sueño es tener un restaurante.

Cheo se presentó como «Cheo Arepa», sin apellido. Quizás por seguridad, no sé. Igual yo no insistí, no hacía falta en esta ocasión. Así como Aruba está rechazando a esos venezolanos que llegan a dañar la isla, pues también deben estar agradecidos con los venezolanos que, como Cheo, trabajan humildemente desde hace años y han hecho crecer el turismo.

No había dado más de cinco paso de vuelta al hotel cuando escuché: «Epa, no te vayas, cómete una arepita».

 

 

Aruba, la isla que ya no es tan feliz por culpa de los venezolanos

Tenía casi año y medio sin salir de Venezuela. En ese tiempo la crisis se ha agudizado, pero también hemos sentido algunos corrientazos de esperanza. De hecho, la gente hace su mayor apuesta a este año, al 2016, y todo esto tras los movidos cuatro meses que han transcurrido hasta ahora. Pero hasta el más nacionalista desea salir al menos dos o tres días de aquí. Es que es agotador. El día a día en este país es agotador. Agota hablar de lo mismo; agota defender tus ideas ante gente sorda; agota el miedo; agota la ignorancia; agota lo efímero de las buenas noticias; agota la desinformación; agotan los rumores. Pero pasa que sales del país, reconocen tu acento y de nuevo a hablar de lo mismo. Te relajas, sí, pero es inevitable que un venezolano, para bien o para mal, pase desapercibido. Y eso me pasó en Aruba. No lo voy a negar: yo también busque hablar de nosotros y de la mala fama que ahora tenemos. Soy periodista, entiendan. Así que salimos del aeropuerto rumbo al hotel. Y de una le busco conversación al taxista. «Antes los que más venían eran los americanos y los venezolanos; ahora son los americanos los que más vienen. El venezolano antes venía a comprar, ahora ya no, ahora no quieren gastar«. Sueldo mínimo en la isla. «Aquí el sueldo mínimo son 1100 dólares. Un apartamento alejado del centro te puede costar entre 300 y 400 dólares el alquiler; un mercado para dos personas está entre 200 y 300 para un mes. Como casi siempre trabajan los dos, pues pueden hasta ahorrar. Es triste lo que pasa en Venezuela, no podemos generalizar ni cerrarles las puertas, uno no sabe si a uno le toca también pasar algún día por algo así. Mira, mira, este condominio es de los más caros y allí compraron puros venezolanos. ¿Viste el terreno que está al lado del aeropuerto? Bueno, ahí van a construir un hotel; el dueño es un venezolano».

No era la idea pero me tocó conocer un hospital. Estaba sentado en la sala de espera. Entra un joven con un brazo y una pierna vendada. Le cuesta caminar. Se acerca a la taquilla con un papel. No logró escuchar lo que dice. Luego se sienta a tres sillas de la mía. Una mujer colombiana le busca conversación. Logro escuchar algo pero no le entiendo bien. El muchacho no pasaría los 25 años. Confirmo, por su manera de hablar, que es venezolano. Mi hija me pide ir al baño. Vamos. Al regresar, veo desde afuera la sala de espera y el pana ya no está. Me le acerco al vigilante y le pregunto: «¿Y el muchacho que estaba ahí se fue?, es venezolano, ¿no?». Entonces el señor se suelta: «Sí, es venezolano. Se lo llevaron ya. Llegó anoche golpeado y lleno de sangre. Parece que tuvo una pelea. Le pedimos sus papeles y no tiene nada, ni amigos ni familia aquí. Está indocumentado. Entonces llamamos a la policía. Ya ellos se lo llevaron. Lo van  a tratar bien. Muchos venezolanos se están quedando ilegales, llegan en lancha y se quedan. A veces se quedan hasta 40 en un solo apartamento. No quieren gastar. Quieren alojarse en los hoteles más baratos. Mi esposa es de allá y mi cuñada siempre viene. Siempre entra con una invitación de nosotros, porque a todos los demás les piden 150 dólares en efectivo por cada noche que pasarán aquí en la isla».

Esperando para entrevistar a unos venezolanos dueños de una arepera (próximo post), comienzo a hablar con una señora. La vi sentada en la barra y le pregunté si era venezolana, pero no, era colombiana. Hay bastantes colombianos aquí, ¿verdad?. «Sí, pero ahora también han llegado muchos venezolanos, pero están llegando venezolanos malos. Fíjese que están robando carteras en los centros comerciales. Eso jamás había pasado aquí, yo llevo más de 30 años aquí y nunca antes había pasado eso. Pero ya el gobierno ordenó colocar policías vestidos de civil en varios lugares para atraparlos. Esta isla depende del turismo y no podemos dejar que se dañe así por así». Luego comenzó a cantar el himno de Aruba y uno de los socios de la arepera la acompañó.

Último día en la isla feliz. Toca montarse en otro taxi. Esta vez lo maneja una mujer. Arrancamos la conversa con el tema de las propinas. «Los mejores dando propinas son los americanos; los peores, los europeos. Dígame los muchachos que trabajan en los automercados grandes como el Super Food, pueden hacer 150 dólares diarios a punta de propinas, pues los americanos hacen su mercado y como te digo, dejan buenas propinas. Y ellos no gastan en nada. Yo tengo que rodar y rodar, me dejan buenas propinas pero tengo gastos también. Llenar el tanque de esta camioneta me cuesta 70 dólares y me dura dos días». Hasta que salió le tema de los venezolanos. «¿Sabe algo? Yo reconozco a los chavistas rapidito: son mal educados, vienen con mucho dinero, se quedan en el Ritz-Carlton, los ves con bolsas de Vuitton y dicen que todo está bien allá, que es un pequeño grupo que quiere sacar a Maduro, que antes los ricos no pagaban impuestos y robaban, que eso se acabó cuando Chávez llegó al poder. Hace poco celebraron una boda en el Ritz, fueron 200 invitados, era de alguien de PDVSA y todo pagado por PDVSA. En la fiesta cantó Olga Tañón y Gilberto Santa Rosa. Costó un millón de dólares esa boda. Hay otros venezolanos que vienen a raspar su cupo, se quedan a dormir en las playas y se bañan en las plazas. También vienen a robar. Se la pasan en grupos de 8 ó 10 personas. Entran a perfumerías, unos distraen a la vendedora y los otros roban. La gente dice que pronto van a salir de eso, pero cuándo».

Llegó a mi casa y me reciben a lo grande: sin luz. Ya me habían informado de los saqueos. Recuerdo entonces el viaje a la isla feliz, recuerdo a la gente con la que hablé y de verdad ellos no están tan felices. Se está convirtiendo en la isla feliz que teme ser infeliz por culpa de los venezolanos. Porque no solo exportamos gente exitosa y profesional, también emigran delincuentes y nuevos ricos (es decir, rojitos).