Sabiduría pura en El Palito

«Mire esto, cuándo en vacaciones se veía esto así. Vacío. Nadie viene a las playas ahora. La ganancia que me queda es muy poca.  Tengo que comprarle a los bachaqueros la harina pan, no siempre puedo hacer cola, porque entonces cuándo trabajo. Esto es un castigo, señor. La gente pensaba que Chávez era eterno y mire, se murió. Pero esto tiene que ser una lección, porque nosotros no estudiamos, no nos preparamos y ahora estamos viviendo esta pesadilla. De verdad que esto es una gran lección para todos los venezolanos. Hay que estudiar, hay que prepararse. Esto no nos puede volver a pasar. Cuándo saldremos de todo esto, cuándo. Al menos ya por aquí se solucionó el problema del agua, pero eso no es suficiente. En un día bueno puedo hacer 30 mil bolos, imagínese, si cada empanada o malta valen 800 bolos. Saque la cuenta y vea que ya no se vende mucho. Mi ganancia cada vez es menos. Y eso es un día bueno, y esos días son solo algunos sábados».

Esas son palabras de una vendedora de empanadas en El Palito. Está clarita, ¿verdad?

Es que para definir lo que se vive en Venezuela no se necesitan palabras rebuscadas, ni analistas ni historiadores.  No. Tampoco hace falta ser licenciado. Es, sencillamente, decir lo que se vive a diario. Y que mejor frase que esa donde dice que hay que prepararse, que hay que estudiar. Pero bueno, igual los torpes siguen regados por ahí, y seguirán arrastrándose hasta el final.

Es tan sencillo explicar lo que pasa aquí, y si no me creen, pasen por El Palito.

Anuncio publicitario

Cuando el que lava los carros es el dueño del negocio

El autolavado se llama «El Rapidito», y, de verdad, hace honor a su nombre. Hasta hoy. Llegué con mi esposa como a las 10:30am y salimos casi a las 12 del mediodía y solo habían dos carros antes del nuestro.

Dos muchachos que no deben llegar a los 25 años y un señor ya mayor se encargaban de lavar los carros. Mi esposa me dice: «creo que ese señor es el dueño». Lo observé y le ponía empeño. Además, es raro ver en un autolavado a alguien como él, la costumbre es ver a jóvenes con audífonos y hablando «malandreao». Eso es lo normal.

Me paro más cerca de mi carro y veo cómo lo lavan. El señor se acerca a darme las llaves. «Es que hoy me faltó mucho personal. Ayer fue lo mismo». Me imaginé, le digo. Y el desahogo normal de cualquier dueño de negocio pequeño, mediano o grande, se hizo presente: «les doy utilidades, les pago cesta tickets, tienen un sueldo, y faltan cuando les da la gana, y bueno, no los puedo botar, que sería lo más lógico». Lo interrumpo para preguntarle cuánto años tiene su negocio: «aquí llevo 30 años; yo tengo 60. Pero antes de este tenía otro en Caracas, en Boleíta». Su esposa, que es la que cobra y vende chucherías en la caja, le avisa que saldrá un momento. Él no le presta atención, la ve, la oye, pero no la escucha, quiere y desea continuar hablando, desahogándose. Eso es más importante en ese momento. Suda. Suda mucho. «Este es el único país en el que el dueño tiene que trabajar más que el empleado o que el dueño tiene que hacer el trabajo del empleado». Nunca antes su negocio había pasado por algo así, le pregunto animándolo a que me siga contando. «Jamás. Con Caldera esto estaba full y con el dólar a 4; con estos ladrones pasó los 100 y ni una buena carretera han hecho». Le doy más alas: supongo que ya menos gente lava carros aquí. «Pero ven acá: ¿en estos momentos tú prefieres comprar comida o lavar tu carro? Un kilo de pimentón casi dos mil bolívares, cuando eso estaba en cualquier nevera. Yo aquí sigo pagando luz, agua, alquiler. Ya en este país la gente se está limpiando el culo con periódico. Te lo digo con seriedad: un tipo que siempre pasa por aquí vendiendo frutas congeladas me lo dijo: jefe, me estoy limpiando el culo con papel periódico». Hizo una pausa como para recordar algo y soltó con dolor: «y hoy perdimos tres horas de trabajo porque se fue la luz, ayer también». Y mañana será lo mismo, la próxima semana también, y quién sabe hasta cuando.

Son casi las 12. Le digo al chamo que deje de secar el carro. Nos vamos. Valerie está por salir del colegio. «Ojalá compartan las propinas con el señor», le digo a mi esposa. Y nos fuimos.

 

Un taxista víctima de la Patria

Salgo de mi casa y me toca tomar un taxi. Sacó la mano y uno se detiene. Le digo adónde voy. Me pide 250 bs. Le rebajo 50. Vente, pues, me dice. Apenas me siento, el taxista recibe una llamada: «No, vale, esa vaina cambió. No sé cómo voy a hacer. Solo dan 80 números en la Duncan y hay que quedarse a dormir. No puedo ir con Keyber, tengo que ver dónde lo dejo. Voy a trabajar hasta al mediodía y luego me lanzo a la Duncan». Seguir leyendo «Un taxista víctima de la Patria»